Esta deliciosa obra recuerda, sólo tras leer sus primeras páginas –por el lugar de la acción, por el Cairo, por las tramas entrecruzadas, por el sabor popular, por la desbordante humanidad de todos sus personajes…-, a la magistral “El callejón de los milagros”, del Nobel egipcio Naguib Mafuz, si bien los personajes de Al Aswany, quizás por el salto temporal entre ambas novelas, no pertenecen ya a aquella sociedad descrita por Mafuz; para explicarme: los tiempos han cambiado, la sociedad también, las miserias humanas no difieren mucho entre esas dos épocas -en realidad entre ninguna época ni cultura-, quizás entre una obra y otra lo único que ha cambiado es quiénes son los opresores y algunas formas modernizadas de opresión, porque, como dijo Lampedusa en su inmortal Gatopardo: “para que todo siga como está es preciso que todo cambie”.
Estilísticamente la novela me parece de una arquitectura impecable, perfectamente engarzada, narrada de forma que los numerosos personajes que pueblan a la vez este relato coral y el edificio Yacobian, cada uno con sus afanes, esperanzas y miserias –recordándonos a los de La Colmena del mejor Cela- no se nos difuminen y nos induzcan a errores y fallos en su identificación. De igual modo Al Aswany no abusa a la hora de entrecruzar las tramas de sus distintos personajes, consiguiendo de este modo que el relato fluya como arroyuelo –ora de aguas cristalinas ora, las más, de otras hediondas, aunque todas para solaz de los degustadores de buena literatura-. En ocasiones la vital prosa de Al Aswany encuentra remansos de tranquilidad entre tanto devenir de miseria, dejando paso a la poesía de las pequeñas y sencillas cosas, como en la descripción de la vida conyugal en esos escasos momentos en que las dificultades no agobian a los paupérrimos habitantes de la azotea (pp 16 – 17) o la pequeña pirueta argumental en la que el anciano dandy burla a su hermana y al destino, dejando triunfar al tardío e inesperado amor cuando a todos nos parecía que el decadente destino ligado al edificio Yacobian trituraría, sin excepciones, a la totalidad de sus habitantes.
En el edificio Yacobian todos son oprimidos por alguien: los creyentes por los imanes radicales que les exhortan con mano de hierro a cumplir los preceptos coránicos- oportunamente interpretados por ellos, claro-, las mujeres por los hombres, los pobres por los ricos, los políticos y poderosos de antaño por los emergentes nuevos gobernantes, herederos de la “Revolución” de Nasser, todos oprimen a alguien, incluso los miserables habitantes de los cuartuchos de la azotea oprimen a sus humildes vecinos a la menor ocasión, haciendo axioma el dicho “el hombre es un lobo para el hombre” –en realidad, cuando el hombre tiene la oportunidad de sacar lo peor de sí mismo puede ser peor que un lobo, puede comportarse como un hombre con el resto de hombres…-.
Al Aswany realiza a través de las vicisitudes de los habitantes del edificio Yacobian una lúcida crítica –más bien un retrato- de lo que supuso para la población egipcia el cambio de régimen, la toma del poder por los militares, desbancando a los poderosos de la monarquía y del protectorado europeo, suplantando aquéllos a éstos, que en muchos casos usurparon los apartamentos vacíos del edificio protagonista del relato, símbolo del cambio de los tiempos.
Reseñables me parecen también algunas particularidades de culturas orientales reflejadas por el autor, como al inicio del relato, donde el autor nos introduce en otra percepción distinta del transcurrir del tiempo: ¿os imagináis acudiendo al trabajo dos horas antes para saludar tranquilamente a vuestros vecinos y colegas? También aparece la proverbial facilidad oriental para pasar de la agria discusión, el insulto y la agresión física a la reconciliación y posterior cordialidad en las relaciones.
Tienen el tráiler de la película en el enlace.
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